Perú: ¿Qué significa el escándalo Odebrecht?
Mal haríamos en considerar el escándalo que conmociona al país en las últimas semanas por el reparto masivo de coimas realizado por la empresa brasileña Odebrecht, a un vasto número de políticos y funcionarios públicos de los últimos cuatro (Fujimori, Toledo, García y Humala) gobiernos, como un asunto puntual, coyuntural, específico, ligado a la maldad de algún representante local y a la ligereza de algunos individuos. La dimensión del problema nos hace ver, por sí sola, que se trata de un tema estructural, de funcionamiento del sistema económico y político que no se va a solucionar con medidas de carácter inmediato.
La corrupción en el Perú, es cierto, nació con la república y ha cubierto con su oprobio la mayor parte de nuestra historia. Sin embargo, ha tomado, a partir del golpe de Estado del cinco de abril de 1992, que institucionalizara el proyecto neoliberal, una dimensión desconocida en el país. El cambio más importante que produjo el fujimontesinismo y que diseñó con delectación Vladimiro Montesinos, fue el cambio en la relación entre la economía y la política. Para hacer negocios en el Perú se volvió indispensable haber capturado al poder de turno. Es decir, ya no solo una relación episódica, alguna influencia o algunos amigos, sino tener el control de quienes gobiernan. Esto significa que la ganancia en buena parte de los grandes negocios ya no solo depende de la productividad lograda sino también y en medida creciente de las relaciones políticas que desarrollen las empresas.
Ello ha significado el regreso violento, por la vía del golpe de Estado, al asalto masivo de las arcas públicas por parte de quienes controlan y finalmente gobiernan en el Perú. Los arrestos reformistas que se dieron en el país entre 1960 y 1990 para separar economía y política y finalmente encaminarnos a un Estado moderno, que distinguiera los intereses de corto plazo que se juegan en la economía de los intereses de mediano y largo plazo de la política, han sido así drásticamente revertidos para volver de los intentos por hacer un Estado de todos a la insolencia del Estado de clase. Pero lo grave del asunto es que esta relación perversa entre economía y política que se potencia en dictadura, entre 1992 y el 2000, continúa en democracia, llevando a un secuestro creciente de esta última por los grandes negocios.
En el análisis del capitalismo contemporáneo la ciencia política estadounidense nos trae un término con singular fuerza explicativa para este asunto “crony capitalism”, cuya traducción castellana puede ser “capitalismo de amigotes”. En el Perú, el capitalismo en su versión neoliberal se ha desarrollado en los últimos 25 años como un capitalismo de amigotes. Aquí los negocios funcionan si tienen no un amigo o un grupo de amigos en el gobierno sino un ejército de reclutas privatizadores cuya consigna es favorecer a cualquier precio el interés privado de corto plazo. ¿Cuál es la distancia que existe entre este capitalismo de amigotes y la corrupción? Ninguna, porque la relación misma entre economía y política se ha corrompido al dictar brutalmente la primera sobre la segunda, sobre sus leyes y sus instituciones. Las coimas a los funcionarios públicos y los políticos pasan a ser así un mecanismo central en el mundo de los negocios para ver quien usufructúa mejor de la captura producida.
El escándalo Odebrecht no es entonces la excepción sino la regla. Es la punta del iceberg que conocemos y no por eficiencia nuestra sino por denuncias extranjeras. El gravísimo problema es que en este contexto una democracia, limitada y excluyente como la que tenemos, se convierte en un pretexto para robar con legitimidad y aún señorío. Los corruptos y sus corruptores, sean individuos o empresas, por más obvia que sea su participación siguen paseándose orondos por calles y plazas porque su actividad, paradójicamente, se ha naturalizado.
Es muy difícil la coyuntura para el Perú porque este cáncer ataca el corazón de la poca democracia que tenemos y amenaza nuestra existencia misma como país. La única salida a la vista es, más allá del combate implacable a los que hayan delinquido, es terminar con esta relación nefasta entre economía y política que potenció el fujimontesinismo. Para ello hay que emprender, de una vez por todas, una profunda reforma política que de voz a aquellos excluidos, la abrumadora mayoría nacional, del banquete del último cuarto de siglo, que, ahora lo sabemos, no solo ha sido para unos pocos sino que estos han llegado con trampa.
Nicolás Lynch