El « paraíso perdido» de Mesopotamia
La destrucción de un oasis de belleza, música, arte y cultura
“Trajeron desolación y la llamaron paz,
¿Quién vigila esta noche las Puertas del Paraíso?”
Agha Shaid Ali (El país que no tenía oficina de correos, Poemas, 1991-1995)
“La mano que firmó el tratado engendró la fiebre,
y el hambre creció y la langosta llegó;
grande es la mano que ostenta el Dominio del Hombre
a través de un nombre garabateado.”
(Dylan Thomas, 1914-1953)
El 22 de mayo (1), el bloggero Blaise P fue quien expresó el horror sin sentido, la destrucción de lo irremplazable, de otra tragedia iraquí. Escribió sobre un hombre con el que nunca se había reunido y de un dolor desesperado, sin esperanza, que nada podía mitigar:
“Hoy abrí el New York Times, leí las palabras de Anthony Hadid y me puse a llorar desconsoladamente… No puedo expresar mi profunda pena. Estoy sentado aquí… sonándome la nariz con un pañuelo… Supongo que no soy más que un viejo llorón, que gime igual que otros tantos viejos por la quema de las cosas preciosas que una vez constituyeron esperanza de reconciliación intelectual y espiritual entre mi cultura y la suya, y que ya no están. Algo importante se me está muriendo dentro…”
Hadid escribía sobre la destrucción de un oasis de belleza, música, arte y cultura a la sombra de los naranjos perfumados en una tranquila calle de Bagdad, que resultó totalmente destruido por un coche-bomba el 4 de abril y que tan sólo una cadena de los medios occidentales fue capaz de recoger. Treinta y dos familias más desconsoladas, sumidas en un dolor inexpresable y diferente, doscientos heridos, diez coches quemados –la preciosa ancla de salvación de tantos- y diez casas cercanas dañadas, negocios destruidos, que probablemente sus propietarios no puedan permitirse reconstruir… Sin embargo, se dio mucha más cobertura a los daños causados en cuatro embajadas y en un consulado, todo lo demás no era más que algún que otro daño colateral de la invasión. Parece que la sangre de la franquicia electoral, estilo USA, junto con las lágrimas, no parará nunca de fluir.
La casa destruida había pertenecido a Jabra Ibrahim Jabra. Poeta, novelista, crítico, extraordinario traductor, artista, amante apasionado de la música, siempre escuchando melodías de ritmo vibrante o relajantes arreglos mientras escribía o trabajaba. Un colega le recuerda escribiendo y escuchando a Brahms; mientras Roger Allen, profesor de Literatura Árabe en la Universidad de Pensilvania, amigo y colaborador, traductor, le rememora pidiéndole, antes de su visita a Bagdad: “Cualquier música que puedas traerme me hará feliz, especialmente la del siglo XVIII o antes… es literalmente mi pan diario. Mantiene mi mente mientras escribo”.
Jabra era un erudito, un artífice de las palabras increíblemente prolífico. Autor y traductor de unos setenta libros. Su propia obra está traducida a unas doce lenguas. Tradujo al árabe a T.S. Elliot, William Faulker, Oscar Wilde, el “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, más catorce artículos de críticos estadounidenses sobre el poeta Dylan Thomas. Su verdaderamente gigantesca y amorosa labor fue trasladar también a Shakespeare a la lengua árabe: Hamlet, el Rey Lear, Macbeth, Coriolanus, La Tempestad, Noche de Reyes.
A Jabra se le describió como un precoz “pionero intelectual árabe” que apoyó la modernidad, que –teniendo en cuenta la brillante abundancia de creciente creatividad a través del espectro artístico, antiguo y moderno- podía ser un poco selectivo, pero que fue realmente uno de los más prolíficos, con logros consistentes y deslumbrantes. Él, como tantos otros, llevaba su exilio en el alma y en sus escritos pero, aparentemente, aunque los anhelos germinaban y florecían en sus palabras, nunca se rodeó de la amargura. Es posible especular con que una línea de su novela “En busca de Walid Massoud” era un reflejo de su filosofía: “… al rechazar las leyes y costumbres que encontraba que eran incompatibles con su amor absoluto y, al igual que un pájaro desconocido por un cielo desconocido…, dentro del marco de mi aislamiento de todo, actualmente, de forma paradójica, estoy en contacto con todo por mi amor hacia todo”.
Nació en Belén en 1919 o 1920 en un ambiente humilde, pero en medio de mucho amor, de familia ortodoxa siríaca; su instituto de enseñanza secundaria fue en 1932 el Colegio Árabe de Jerusalén, donde estudio la lengua inglesa, árabe y siríaca. Tras una beca en la Universidad de Cambridge, volvió a Jerusalén con un máster en Literatura Inglesa para dar clase en el Instituto Al-Rashidiya y enseñar arte en su antigua escuela, la Escuela de Secundaria Al-Rashidiya. Como desde niño era un enamorado de la pintura, también fundó el Club de Artes Jerusalén.
No cumplía aún los treinta años cuando en 1948 fue expulsado de su patria, junto a otros setecientos mil seres, con motivo de la fundación del Estado de Israel, la Nakba (la catástrofe) de los palestinos, marchándose a Bagdad. Antes de que en 1952 le concedieran una beca para la Universidad de Harvard, enseñó Literatura Inglesa en la Universidad de Bagdad e, irónicamente, trabajó con la misión arqueológica británica. Los decretos británicos decidían la destrucción de Palestina mientras ellos estudiaban geográficamente durante unas cuantas horas las “culturas antiguas y restos físicos” situados junto a la carretera oriental de Iraq.
Cuando en 1954 volvió a Bagdad desde EEUU, Jabra completó la década trabajando para la Compañía Nacional del Petróleo, participó en varios documentales, fundó el Grupo de Arte Contemporáneo de Bagdad, se convirtió en editor jefe de la revista Arte Árabe y en Presidente de la Asociación de Críticos de Arte de Iraq, mientras, hasta 1964, continuó dando clase en la Universidad de Bagdad y en el Instituto Reina Alia.
Y se construyó una casa en la que vivió el resto de su vida. “Rara vez una casa y un hombre formaron una intersección tan perfecta” con pinturas de soberbios artistas iraquíes, como Rakan Dabdoub, Nuri al-Rawi y Souad al-Attar, cuya hermana, igualmente de gran talento, y su marido fueron asesinados por un misil estadounidenses en el estudio de su casa el 17 de junio de 1993.
“La casa de Jabra era una galería de arte iraquí”, dice su amigo y colega crítico de arte Majed al-Sammarrai (2).
Sólo me encontré con Jabra en una ocasión, y fue en Bagdad, en 1994, en una cena con amigos. Me dejó un recuerdo indeleble. A última hora de la tarde me invitó a que fuera a su hogar, verdaderamente la ventana de su alma. Se tocaba y respiraba la belleza. Tenía esculturas, colocadas en elegantes hornacinas, de su amigo, el internacionalmente reconocido Mohammed Ghani, que también había participado en la cena (actualmente en el exilio, cortesía de la liberación). Había profusión de libros y de plantas. Fui pasando maravillado de habitación en habitación, por la casa de alguien con quien me acababa de encontrar hacía tan sólo unas horas, conociendo cada espacio, cada pared, que se ofrecían como algo realmente espléndido, disculpándome por mi intrusión, siguiendo adelante, como si una fuerza me arrastrara, realmente embelesado. Cuando me detenía a mirar algo fijamente, él me explicaba el origen de cada pieza, pintura, creación.
Me llevó al patio alrededor del cual estaba construida la casa, y nos sentamos en un murete bajo, en medio de una noche suave, con los azulejos de color crema y casi turquesa reluciendo bajo la luz de una alfombra de estrellas, al aroma de los limoneros, que adornaban la paleta de otro espacio maravilloso. Me habló de los cuarenta y dos días de bombardeos en 1991. Era difícil imaginar a alguien tan penetrado, en el verdadero sentido, por el esteticismo, con tal delicadeza y reverencia por la belleza, sobreviviendo en medio de tal violencia, violación, destrucción, ruido ensordecedor y de una muerte obsequiada por los bombardeos. ¿Cómo pudo hacerlo?, le pregunté.
Sonrió y me dijo que su nieto pequeño le había dado un Walkman justo antes de la carnicería: “Solía sentarme aquí por la noche y escuchar a Brahms, Beethoven, Chopin, Mozart, Elgar… observando el rastro de los misiles y diciéndome que naciones que pueden crear tal belleza no podían ser del todo malas”. Hay encuentros extraños que permanecen, que la memoria vuelve a visitar una y otra vez. Jabra fue uno de ellos.
“Escríbame”, dijo, cuando me marchaba. Lo hice, pero no hubo respuesta. Lo achaqué al ridículo, al vergonzoso embargo de las Naciones Unidas del el correo procedente de Iraq, como todo lo demás. Seis meses después, de regreso en Bagdad, le pregunté a mi amiga, la anfitriona de aquella cena, que cómo estaba. “Murió”, dijo, sobre alguien muy querido para su familia. El tono de su voz me cerró la puerta a otras preguntas, Iraq estaba anegado de sufrimiento y muerte por los continuos bombardeos y “por causas relacionadas con el embargo”. Jabra murió el 11 de diciembre de 1994.
A su muerte, Raqiya Ibrahim, una pariente, se convirtió en el ángel custodio de la casa: “Los tesoros de Jabra quedan en tus manos”, se recuerda diciéndole Majed al-Sammarai (3). Ella y su hijo murieron asesinados por la explosión, el cuerpo decapitado de Raqiya sólo pudo recuperarse un día después de entre las ruinas salpicadas de sangre.
Al parecer, se destruyeron unas diez mil cartas, una fotografía con recuerdos de la Universidad de Bagdad, con estudiantes en minifalda. El demonizado Iraq laico de Saddam Hussein, una era alejada ya del fundamentalismo del “Nuevo Iraq” escoltado por la invasión. La casa fue saqueada de cualquier cosa de valor que no quedara destruida, incluidas las joyas de la Sra. Ibrahim, despreciando, sin embargo, los libros que lograron sobrevivir: “Retrato de una Dama”, de Henry James, el definitivo “El despertar árabe”, de George Antonious, las Notas “feedcry” (véase al final) y una copia de la “Mitología” de Bulfinch, que aparecía abierta por este verso: “Oh, piensa en cómo, hasta su último día, cuando la muerte se cernía ya sobre él, reclamó su oración”.
En su notable revisión de la autobiografía de Jabra: “El primer pozo: una adolescencia en Belén”, Vered Lee escribe sobre la creencia de Jabra en que el primer pozo de la infancia, las primeras visiones, sonidos, alegrías, penas, anhelos y temores son también el pozo de la conciencia y de la comprensión. Cada vez que reflexiona sobre ello “… bebe de una fuente de abundancia permanente, elevándose desde la parte más recóndita de su humanidad”. Jabra, escribe Lee: “… recurre a la belleza, a la amabilidad, a la sencillez, que fluyen por las páginas de su libro… escenas de pobreza impregnadas por destellos de amor a los seres humanos y un humor delicado que crea una parte conmovedora de vida…”, su infancia está coronada “como la del héroe… los recuerdos más claros y emocionantes tienen que ver con el encuentro con la palabra escrita, con las canciones infantiles y con los libros que quedaron grabados en su corazón. Jabra reconstruye su anhelo de un cuaderno y cómo la primera vez que sostuvo un lápiz en su desentrenada mano, su lengua chupó la punta al empezar a escribir”.
La infancia quedó atrás en la tierra en que nació, pero no pudieron desarraigarla de su corazón, calmando el alma desplazada y sus añoranzas (4).
Esta reciente tragedia de algo que aún quedaba de la gran y única herencia cultural de Mesopotamia, la casa que construyó en la Calle de las Princesas, ahora convertida en escombros; los perfumados guardianes, los naranjos, plantados en recuerdo de Palestina, ahora quemados y calcinados; la belleza arrasada, la estrella del enjoyado patio desaparecido están ahora, también, encapsulados en el poema de Jabra “En los desiertos del exilio”:
¡Oh tierra de nuestros ancestros, por donde transcurrió la infancia
… a la sombra de los huertos de naranjos,
Entre los almendros de los valles.
Recuérdanos ahora errantes.
Aplastaron las flores de las colinas que nos rodean,
Destruyeron las casas sobre nuestras cabezas,
dispersaron nuestros restos desgarrados
arrastrándonos después hasta el desierto
con los valles retorciéndose de hambre
y las azules sombras rompiéndose en rojas espinas
Doblado quedó sobre los cadáveres como presa del halcón y el cuervo
Recordando el “pozo” de su infancia, concluye:
¿Es desde sus colinas que los ángeles le cantaron a los pastores
de la paz sobre la tierra y de la buena voluntad entre los hombres?
Sólo la muerte se rió al ver
entre las entrañas de las bestias
las costillas de los hombres,
Y a través de las carcajadas de las balas
bailando se fue una danza alegre
sobre las cabezas de las llorosas mujeres.
Nuestra tierra es una esmeralda,
Pero en los desiertos del exilio,
Primavera tras primavera
Sólo el polvo nos silba en el rostro.
Entonces, ¿qué? ¿Qué estamos haciendo sin amor?
Si nuestros ojos y nuestras bocas están llenos de polvo (5).
Jabra Ibrahim Jabra, exiliado de las colinas donde “los ángeles cantan a los pastores”, murió y destruyeron su legado, en la tierra del Jardín del Edén y de Abraham, padre de la cristiandad, del judaísmo y del islamismo, desbaratando también la Casa de la Calle de las Princesas, otro Paraíso Perdido, en otra primavera.
Notas:
- http://theforvm.org
- http://www.feedcry.com/archive/aid/725431
- Ibid
- http://www.haaretz.com/culture/books/barefoot-in-bethlehem-1.1115956
- http://arablit.wordpress.com/2010/05/24/remembering-jabra-ibrahim-jabra/
Texto original : http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=19355
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Felicity Arbuthnot es una colaboradora frecuente de Global Research.